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LOS SIGUIENTES TEXTOS
1. “Que el soberano y la nación nunca pierdan de vista que la tierra es la
única fuente de riqueza, y que es la agricultura quien las multiplica. De la
misma manera, el aumento de las riquezas asegura el de la población; los
hombres y las riquezas hacen prosperar la agricultura, extienden el comercio,
estimulan la industria, acrecientan y perpetúan las riquezas (...).
Que se
asegure a sus legítimos poseedores la propiedad de los bienes muebles e
inmuebles, ya que la seguridad de la propiedad es el fundamento esencial de
ORDEN económico de la sociedad. Sin la certeza de la propiedad, el territorio
permanecería sin cultivar.”
F. Quesnay. Máximas generales. 1767.
2. “Al estar paralizados todos los ramos de actividad, los empleos cesaron,
desapareciendo el trabajo y, con él, el pan de los pobres; y los lamentos de
los pobres eran, ciertamente, muy desgarradores al principio, si bien el
reparto de limosnas alivió su miseria en ese sentido. Cierto es que muchos
escaparon al campo, mas hubo miles de ellos que permanecieron en Londres hasta
que la pura desesperación les impulsó a salir de la ciudad, al solo fin de
morir en los caminos y servir de mensajeros de la muerte, pues hubo quienes
llevaron consigo la infección y la diseminaron hasta los confines más remotos del
reino.
Muchos de ellos eran los miserables seres de objeto de la desesperación
a que he aludido antes; y fueron aniquilados por la desgracia que sobrevino
después, pudiendo decirse que perecieron, no por la peste misma, sino por sus
consecuencias; señaladamente, de hambre y de escasez de todas las cosas
elementales, sin alojamiento, sin dinero, sin amigos, sin medios para conseguir
su pan de cada día ni nadie que se lo proporcionase, ya que muchos de ellos
carecían de lo que llamamos residencia legal y por ello no podían pedir nada a
las parroquias. (...).
Todo ello, si bien no deja de ser muy triste, representó
una liberación, ya que la peste, que arreció de una manera horrorosa desde
mediados de agosto hasta mediados de octubre, se llevó durante ese tiempo a
unas treinta o cuarenta mil personas de estas, las cuales, de haber
sobrevivido, hubieran sido una carga demasiado pesada debido a su pobreza.”
Daniel Defoe. Diario del año de la peste (referido a la epidemia de 1722).
3. “Entre
las clases privilegiadas y las que ocupan los últimos lugares de la jerarquía
social, la burguesía del siglo XVIII se afianza como la plataforma en la que va
a gravitar próximamente el peso total de las manifestaciones políticas,
económicas y culturales de la Humanidad. En el transcurso de las centurias
precedentes, la burguesía nacional se había hecho cargo de la dirección del
capitalismo comercial y financiero, a la vez que se infiltraba en la
agricultura y en la administración del Estado. Esta gran burguesía llega al
Dieciocho ennoblecida, formando parte de las clases aristocráticas del país.
Pero la masa burguesa, la que en conjunto se apropió del nombre del Tercer
Estado, abre las puertas del siglo con un nuevo ímpetu, fuerza e ideología.
Entre esa burguesía no privilegiada, alta y baja, negociantes, industriales,
hombres de leyes, patriciado urbano, se difunden las nuevas concepciones
ideológicas, racionalistas y críticas, que postulan una transformación política
y social. Porque la burguesía, de espíritu emprendedor e innovadora,
conociéndose como elemento vital de la sociedad de su siglo, pretende
quebrantar las prescripciones y privilegios que le vedan el acceso a los cargos
públicos y al ejército y la colocan en posición desventajosa frente a las
clases sociales aristocráticas.”
J. Vicens Vives. Historia general moderna.
4. “Dios estableció a los reyes como sus ministros y reina a través de
ellos sobre los pueblos (...)
Los príncipes actúan como los ministros de Dios y
sus lugartenientes en la tierra. Por medio de ellos Dios ejercita su imperio.
Por ello el trono real no es el trono de un hombre sino el de Dios mismo.
Se
desprende de todo ello que la persona del rey es sagrada y que atentar contra
ella es un sacrilegio.”
Bossuet. La política según las Sagradas Escrituras. Libro
III.
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